Mina fue mi gata casi 7 años. Se fue rápidamente, con discreción, como lo hacía casi todo, con esas almohadillas que tenía en las patas que la hacían ser sigilosa y secreta. Cuando menos lo esperabas la tenías en el sofá, junto a tu cabeza, mirándote con calma.
No sé si supo que fue un antídoto contra la soledad durante muchos años ni que su ronroneo era un relajante natural para mí, poco dado a relajantes. No sé si llegó a imaginar el bien que me hacía, a cambio sólo de unos kikos, un poco de agua y una caja de arena donde hacer su pis mirando al techo.
Una vez tuvo cinco gatitos y los tuvo con el gato más feo del lugar y otra vez pilló una pulmonía por exceso de chimenea y frío polar. Cuando se enfadaba se metía debajo de las nagüillas y me mordía el codo. Hoy la casa la echa de menos y hace ruidos para llamarla: el grifo gotea, las maderas crujen y el tic tac del reloj suena más fuerte. Me quedaré con el mejor recuerdo, aquel día en que, enfermo y metido en la cama las veinticuatro horas, Mina no se separó ni un momento, postrada, al final de la cama, vigilante. De pocos humanos podría hablar tan bien.Como dijo un escritor:"Si nunca has querido a un animal, parte de tu alma estará dormida"
1 comentario:
joder...se me han saltao la lagrimas, en fin...que historia.
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