Aquella mañana me levanté rara. Noté que aquel día no podía ser un Sábado. Mas bien parecía un Martes disfrazado de Sábado. Me levanté, hice el desayuno con prisa (sin tenerla), y me puse una ropa cualquiera. Salí a la calle, estaba muy nublado y
todo aparecía mojado de la lluvia de la madrugada anterior. Pisé una de esas losillas traidoras, de esas que rotas, se convierten en una trampa. Metes el pie, te lo llenas de agua y tienes el calcetín mojado para todo el día. No vi a mucha gente por la calle y a los que vi no les hizo mucha gracia mi mirada. Pero mi decisión de volver fue definitiva cuando, a lo lejos, al final de la calle, un enorme perro me miraba silencioso mientras enseñaba sus dientes.
Así que volví, me quité la ropa, me puse el pijama y me acosté. Estuve unos minutos hasta que imaginé que ya estaba reiniciado, como un ordenador.
Volví a desayunar, salí a la calle y todo parecía ya más pacífico, más noble, más Sábado. Y al fondo no estaba aquel perro sino una viejecita que paseaba un pekinés con elegancia.
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