Siempre que puedo viajo fuera de mi mismo. Es decir, en autobús, en avión, en barco o en patinete. El viaje cura, armoniza, despega los sentidos, revuelve el estomago, estriñe y al final te deja el poso de lo que pudiera haber sido una vida ficticia. Una vida de vendedor de babuchas en un bazar de Estambul, de mujer fácil en el Moulin Rouge de París, de rico millonario en una isla griega, de conductor de tranvía en Lisboa, de limpiazapatos de una plaza de Ecuador, de vendedor de tickets del Empire State, de servidor de coctails en una playa de Méjico, etc...
Pero al final vuelves. Y ese momento(trágico y estúpido) donde abres la puerta de tu casa cargaico de maletas y la realidad te hostia implacable, te hace ver que todos te esperan: las facturas, el gato, la comunidad de vecinos y tu mismísima madre que, una vez mas, te hace croquetas para combatir el pellizco retorsío de la rutina, automática, miserable y me temo que necesaria.
Eso si, quedan dos mil quinientas fotos que descargar y el coñazo de explicarle el viaje a tus resignados amigos.
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