miércoles, 3 de agosto de 2011

Verano (II)

Cuando llega el verano España se viste de extrañas fiestas. Las hay que ponen antorchas a los toros para verlos correr mientras se le tuesta la frente. Las hay con agua, tomates, zancos, hombres vestidos de mujeres, mujeres vestidas de hombres, perros que saltan y brincan al compás de una música diabólica. Pero la que más me llama la atención es la fiesta de Santa Marta en algunos pueblos de Galicia. Esta comunidad, siempre dada a los ritos ultraterrenales, tiene en su haber ese misterio que envuelve algunos pueblecicos del más profundo interior, donde las ánimas se pasean desinhibidas por los bosques habitados por la santa compaña. Esta fiesta de que hablo celebra el hecho de haber esquivado la muerte, que ha pasado rozando las orejas, como un viento sibilino, a algunas personas del lugar. Para ello no se le ocurre otra cosa que pasearse dentro de un ataúd por el pueblo para decirle a la negra muerte que todavía no es su hora y que el paseo encajonado aún tardará.

Hombres y mujeres pasean metidos en ataúdes mientras la gente los cobija, los anima, los celebra como vivos escapados de la guadaña que todos tenemos esperando en algún lugar indeterminado de este mundo de loterías siniestras.

Desafortunadamente hay en el mundo, en Africa sobre todo, miles de personas a las que la muerte las tiene en su agenda y no admiten prórroga alguna. El hambre se las lleva mientras Occidente discute sobre tipos de interés, sobre primas de riesgo, sobre cómo conservar este lamentable estado de bienestar que aquellos que van de un país a otro sin esperanza jamás tendrán.

El verano se revela siempre intrascendente y apático, así que cuando la realidad de Africa nos ostia en la cara, nos sorprende y no entendemos por qué razón nos molestan con semejantes noticias tan escasamente gratificantes. Será que nuestra miseria, nuestra culpabilidad nos hace cómplices de su desgracia y que haría falta mucha caridad para paliar este sinsentido que los gobiernos escabullen mientras apuran sus croasanes en largas mesas de negociaciones en torno a su avaricia.

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