Tras cambiar de vida radicalmente ahora vivo en una aldea de 70 habitantes. Cuando entré yo, murió uno de ellos. Debe ser ley de vida: entra uno, sale otro. Aunque, la verdad, en la calle solo se ven 10 o 12 personas, nunca más.
La vida aquí es tranquila, sosegada, de tranquila es arriesgada para la mente. No hay coches, ni semáforos, no hay internet, ni teléfono, la cobertura es mínima. No hay estancos ni tiendas de chinos, por no haber no hay ni curvas. Los gatos son pocos y a veces, asesinados, pero las personas son sensatas en general. Mi gata sobrevive aún.
Los de Telefónica, a los que llamé para poner Internet y el teléfono, y que son ya un ente abstracto y al que debe robarse sin pudor, me han tenido dos meses mareado y al final no tengo nada.
Aquí la vida transcurre agazapada preparándose para el frío, la gran prueba, dicen los viejunos del lugar. Si superas el frío, ya eres de aquí.Yo lo espero sentado, leyendo, comiendo chacina, viendo los caballos y los gorrinos. Esos gorrinos que nunca levantan cabeza, como si supieran que su destino es ser devorados por aquellos que los rodean, estos seres del Guadiato que empiezo a conocer con cautela.
Escuche mucha música que me calienta el alma. Uno de mis niños me dijo en la escuela que tenía el alma azul. Tendré que creerlo porque tiene seis años.